‑Uf! –proclamó inconsciente.
La línea del
horizonte era un espejo reverberante de olas pacíficas pero terriblemente
calurosas que ejercía, le pareció, de senda marinera. Temblaba juguetonamente morosa
a ambos lados la linealidad de aquella cicatriz infinita que separaba el cielo
desleído del océano confuso.
-¿Cómo te
llamas? –era el más manido de los comienzos.
La tarde venía glauca y contaminada por un
indefinible ambiente empapado de bochorno canicular.
-¿Sabes...?
¿Voy a comprarme una embarcación como esta? –estaba por impresionar a la chica
de ojos tristes y abatidos.
Las olas,
perezosas, rompían sin celo en el casco de la embarcación. Un buen presagio
divino. Así que un halo calinoso se precipitaba y formaba cristales de sal
marina que rebozaban la nave y glaseaba la piel reseca del pasaje y de la
muchacha. Se agradecía la brisa a pesar del aliento espeso de la mar, a
digestión pesada de marisco a la parrilla. ‑¡Seguro! –obtuvo por respuesta una mirada que parecía
compasiva, nada más. La proa cabeceaba mórbidamente, sin ganas.
‑Saldré a
pescar –hacía como que recogía un carrete de sedal imaginario. La chica
mantenía esa actitud de encogimiento y cerrazón imperturbables que no había
forma de franquear.
-¡Mira un atún!
–ni poniendo todo el empeño de un adolescente atolondrado ella tampoco reaccionaba.
Se atisbaba la
costa no muy lejana en un decorado de película, sin duda. Y estaba previsto,
para mayor gloria de la travesía, que el sol consumara implacable un mutis
preciso y espectacular. ¡Menuda puesta de sol!
‑De niño me encantaba ver morir el día... –se estaba
poniendo sentimental. Si tuviera la cámara inmortalizaría aquellos
instantes mágicos. Para él. Sólo
para verlos él. Porque no hay nada más aburrido que tragarse las cursiladas
inspiradas que se suelen filmar para tortura de amigos y recreo de conocidos. Algún día lo haría, decidió aunque lo primero era lo primero, la
barca de pesca.
Estaba
descalzo. Por precaución, se había quitado las zapatillas. Le molestaba sentir
la tela mojada comprimiéndole los dedos desnudos. Pensaba desembarcar así, sin
calzar imitando a los lobos de mar más aguerridos. Como un pirata.
Instintivamente se llevó la mano a la oreja. Continuaba allí, perforando el
lóbulo, un pendiente, un aro mondo y lirondo que había consentido, a pesar del
dolor y la posterior infección, para atribuirse un aire de modernidad que le obsesionaba.
Cosas de jóvenes comentaron la abuela y la madre cuando vieron el desatino y la
manía del joven.
-¿Dónde vas a
vivir? –insistió con el descaro que se contrae en la condición de compañero de
travesía. Los viajes son paréntesis de convivencia azarosa. En uno de ellos
puedes topar con el amor de tu vida. O puedes, al contrario, vivir una pasión
puntual que es irrecuperable. El destino, se dijo ante la poca voluntad de la
chica por seguirle la veta locuaz.
‑No sé...
musitó ella casi inaudible y manteniendo la tozuda determinación de no
devolverle la mirada.
‑¿Cómo que no
sabes? ¿Te esperan? ¿Tienes...? –paró en seco. No era esta la manera de abordar
a una chica desconocida –Perdona, no quería... –bajó la cabeza y continuó el
juego inocente de pescar atunes con una caña imaginaria. Sólo picaban peces
voladores con escasa apariencia comestible, esas golondrinas del mar que
planean junto a las barcas. Las gaviotas oteaban notariales desde el cielo,
ajenas y con sopor, la estela de la singladura.
‑¿Acaso no
huimos todos? –disparó ella, por fin, mirándole fijamente a los ojos con
energía. Le paralizó en el instante justo que estaba luchando por remontar una
captura de fotografía, de esas que se disecan a modo de glorioso trofeo
autobiográfico.
‑¡Eso me temo!
–dejó libre al atún de campeonato con el anzuelo bien adentro que huía
lastrando una caña de pescar abandonada –¡Cuando tenga mi barco no se me escaparán!
–murmuró para sí.
‑¿Y tu sueño?
–se volvió para que pudiera apreciar bien los músculos curtidos de gacela
atlética en celo y el pendiente. En el fragor de la captura se había despojado
de una camiseta con un anagrama comercial en el pecho. La sostenía enrollada
entre las manos.
‑El de todos...
–era propensa a universalizar –tener un hogar, dos cuartos de baño... – aunque
esa frustración no era muy poética ni parecía imposible.
‑Eso es más
fàcil que la barca –protestó él con una sonrisa que tuvo la virtud de hacerle
reír–¡Ves!
‑¿Qué? –le
soportaba la mirada.
‑Que eres capaz
de sonreír –estaba guapa. De esas personas que, según él, mejoran a medida que
las vas conociendo porque su belleza reside también en una fuente interior que
mana encanto y en un magnetismo radiante que le atrapaba.
El sol casi
rozaba el horizonte convertido en pelota desmesurada de playa y rebotaba
anaranjado en la mar en femenino. Perfecto, conciliador, amelocotonaba los
hombros morenos de la chica a pesar de abarrotar de profundidad crepuscular la
inmensidad inabarcable del escenario. La costa y los arrecifes acercándose.
‑Después de la
barca, lo primero que haré será tener una cámara de vídeo...
‑¿Para qué?
–cuestionó ella, mas para hacerle caer en la cuenta de la inutilidad del
artilugio que por curiosidad.
‑¡Cómo que para qué! –el joven no pensaba igual
-¡Ahora mismo! ¿No te gustaría poder filmar estos instantes? –no admitía las
dudas. Con la mano imitaba un catalejo y se dedicaba a hacer que estaba
grabando el sol que ya tenia el hocico profanando el agua. Con esa lentitud de
movimiento que exigen las cámaras basculaba del mar a la imagen de la chica. Un
plano corto que realzaba los senos turgentes y la mirada lúcida de ella.
‑Para eso está
el recuerdo –sentenció.
‑Pero no es lo
mismo... –meditaba sopesando la verdadera necesidad vital de tener o no tener
una cámara de vídeo. Las mujeres son más pragmáticas, dedujo -¡Sonríe! –estaba
otra vez haciendo que la filmaba.
‑¡Quita! –con
un gesto de pudor instintivo hizo un ademán con que apartó al cámara a la vez
que, con la otra mano, se tapó el rostro. Eran dos adolescentes inconscientes,
irresponsables.
El sol era ya casi
un cadáver desesperado que braceaba para no sucumbir. La noche y la costa de
arrecifes estaban ganando la partida cuando el resto de la tripulación semejaban
náufragos atrapados entre el silencio y el atardecer. Puros comparsas.
‑¡Quieres
estarte quieto! –las cámaras siempre devoran la intimidad. Incomodan...
‑¡La cinta!
¡Por favor, la cinta! –era tanta la amargura y la urgencia que uno de los reporteros
extrajo el cartucho y se lo tendió. No importaba. Planos de inmigrantes
aturdidos llegando a la playa en patera los podría obtener a miles.
En aquella hilera
de despojos humanos esposados, resultaba ridículo e irónico ver a un joven
descalzo, con una camiseta blanca y un pendiente, agarrado a una cinta de vídeo
como un náufrago a su tabla de salvación.
El sol se había
puesto del todo y el mar en masculino era la madriguera de un monstruo enorme
que devoraba a soñadores como él.
¿Saldría en las
imágenes junto a la chica?
(2001)
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