(A los pescadores gallegos. Un pasacalle fastuoso para marineros
desahuciados. Noviembre 2002)
Un
chapoteo pastoso y sordo de olas venía cargado de malos augurios. Se miró las
manos de marino curtido. Eran cartas de navegar rajadas, palas de remo resquebrajadas
y ásperas como las lonas de la barca del viejo. Cerró los ojos por no delatar
la tristeza. Apretó los dientes para no gritar… Y sujetó los puños para no
arremeter.
Una gaviota
atrapada era el testigo exánime del momento. El pájaro marinero estaba macerándose
en vida y el olor era el del mismo infierno. Las olas venían calladas, sin
alegría. Espesas y sin la arrogancia del azul vida que siempre habían tenido.
El mar era la panza de un rugoso cetáceo gigante que respiraba asmático. Agua ajada
de piel de elefante enfermizo. Hedor, muerte y rabia. No podía ser, aquello era
una pesadilla.
Porque en las
noches de mal dormir su peor congoja era que se asfixiaba en el océano y era
pasto de los congrios o de las nécoras. Un agujero en la quilla y en un instante
la salazón licuada del mar le amojamaba en salmuera para la eternidad. Se despertaba
abotargado con las pupilas yodadas y la razón plagadita de algas trepadoras.
Helechos marinos que ascendían triunfales por las patas del camastro.
Horroroso.
De todos
conocido cómo flotaban y cómo venían de maltrechos los cadáveres que el mar en
masculino arroja a la costa. Acorchados y rellenos de centollos carnívoros que
se entretenían en conciertos para costillar mondo y lirondo. Y los más que
traían las calaveras con las cuencas deshabitadas y el pelo enredado entre rollizos
camarones. Esas eran infantiles desazones…
Contaba el
abuelo, que en gloria esté, que él en persona a golpes de remo se las vio con
un pulpo que era capaz de estrujar la barca y llevarla a los reinos sumergidos
del dios Neptuno con vela, palo mayor y aparejos… Todo, él incluido con su caja
de anzuelos para el arte del palangre.
¡Ah, el mar! A
la mar no hay quien la pueda, hijo. Y dicho esto repetía una y otra vez la
historia del pulpo gigante y el remo. A veces se le olvidaban detalles y otras
se permitía cambiarle algunos pormenores. Según el día y el público. Lo
invariable era la envergadura terrible del cefalópodo, que en llegando a la
descripción de semejante monstruo de las profundidades abría los brazos y respiraba
hondo, como un enorme pez luna, un cachalote de los grandes o más, según.
Era un
chapoteo pastoso de textura viscosa. Un mar fétido como las entrañas podridas
de los muertos que arrima a los acantilados. Un mar tullido, inerte que topaba
a cabezazos opacos en el litoral rocoso. Un mar que ya no era mar.
Se regodeaba
el viejo, entre el aguardiente y la manera de caminar a tumbos, tal que aún
estaba al timón de la barca, dando bandazos locuaces propicios para provocar
pesadillas a las criaturas. Audiencia ávida de pulpo gigante con grelos. Y el
abuelo no tenía empacho en exagerar. Metros y metros de tentáculos, que si a
uno de ellos se le antojaba –el abuelo desplegaba los brazos y subía el tono de
voz ,- impedía la pesca por la ría. ¡Qué miedo! Y los rapaces hechos un ovillo
se apretujaban por si se abría súbitamente la puerta de la taberna y aparecía semejante
alimaña con sus brazos infinitos de ventosas como platos.
Porque el mar
era vida, era misterio, era el azul irisado, eran gaviotas y, por encima de
todo, su trabajo y el medio de subsistencia desde que se perdía la memoria en
los tiempos de los pulpos gigantes del abuelo. La madre mar en femenino que
cobijaba, rugía y, a veces, engullía a sus hijos, un tributo que invariablemente
se cobraba sembrando de viudas el litoral. Costa de la muerte o fin del mundo.
Lo mismo da.
Un chapoteo
triste, de canción para el olvido. De nota fúnebre. Tenía un nudo en la
garganta, un tapón que contenía toda la rabia. Sólo impotencia porque los hombres
no lloran. O eso decían. Las piernas le rilaban y no acertó a gritar, emitió una
especie de quejido hondo que el puto chapoteo integró en el crepúsculo del día.
Decorado para el ocaso.
Se sentó en la
piedra del abuelo, desde donde jugaban a adivinar los destinos de los buques
con rumbo a América. El abuelo le tomaba el pelo con que si entornaba los párpados
podría vislumbrar los pañuelos de los que se marchaban. Sacudidas blancas de morriña
ondeando en el horizonte aventurero.
Donde se acaba
la tierra, el mundo, al filo del océano. Allí donde un precipicio cae en picado
y existe un corte a cincel, hay –decían, ya no el abuelo sino el maestro- un
formidable hoyo habitado por atlantes
y monstruos de peor calaña que los pulpos desmesurados. Recto por donde se pone
el sol –y el atardecer está siendo gélido y otoñal- existe el infierno de los piratas
lisiados y marineros en pecado, el lugar a donde van a parar los cadáveres que
el océano no devuelve. Un bache abrupto en la línea del horizonte por el que se
despeñaban los osados exploradores de tierras nuevas. Sostienen que hay un continente
bajo el mar con los peores martirios y las mayores penitencias que se puedan
relatar. Tierra de nadie que no conoce de purgatorios donde las liturgias no sirven
y a la cual las meigas no tienen acceso. Un lugar habitado por todas las naves
que la furia machorra de la tempestad se ha tragado.
Pero la
corriente venía escoltada por un chapoteo pastoso y sordo de olas cabezonas
cargadas de viles augurios nunca vistos.
Todo un negro
cortejo fúnebre.
Non esquecemos. Non á impunidade. Mareas negras Nunca Máis.
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